viernes, 22 de abril de 2011

La lluvia seguía golpeándole el pecho, la espalda y la nuca con fuerza, casi con violencia. Era como si el cielo fuera su propio espejo y reflejara la impotencia que anidaba en su interior. Los rayos, los truenos, los relámpagos, eran sus gritos ahogados en el silencio y sus lágrimas se entremezclaban con las gotas que resbalaban por sus mejillas.

Mientras, justo en frente de él estaba ella, tan frágil que casi temía que la lluvia pudiera hacerla pedazos, en más de los que ya estaba. Ella simplemente se limitaba a escuchar los alaridos del cielo para evitar escuchar las voces que gritaban en su interior, buscando una respuesta, un por qué, pero era inútil, ella seguía vacía.

Poco a poco, las últimas gotas rezagadas llegaron al suelo. Silencio y calma.
Él se quitó la capucha de su sudadera, ella levantó la mirada del suelo, y a la vez, miraron al cielo, de forma distinta a como lo habían hecho antes: ya no había nubes negras, ni flashes de luz enrabiados, ahora podían ver con claridad cada detalle antes emborronado. El cielo se había llenado de estrellas brillantes, pequeños puntos de luz que iluminaban la noche. Y después, casi al mismo tiempo, sus miradas se cruzaron por vez primera.
No, ella no le conocía, él a ella tampoco y sin embargo era como si se hubieran estado buscando desde hace mucho tiempo...

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