miércoles, 10 de abril de 2013

Plácidamente paralizada


Siempre he pensado que todo lo que ocurre tiene un por qué, que el destino no existe y que las personas no son sujetos pasivos a través de los cuales pasa la vida, sino que somos los protagonistas activos, la causa agente y no paciente de nuestra propia historia. Pero, ¿qué ocurriría si un día me levantara de la cama y tras quitarme las legañas de mis entumecidos ojos me quedara sin tinta para seguir llenando las páginas del libro de mi vida? Es más, ¿qué pasaría si, después de muchas noches sin dormir y de comprobar cuan insustanciales son esos últimos capítulos no me quedaran ni fuerzas para ir a por un bolígrafo nuevo y continuar?
Nos esforzamos en buscar senderos y atajos o cambios de sentido cada vez que nos encontramos con un bache en nuestro camino, pero hay veces en las que nos quedamos mirando ese bache, estudiando todas sus perspectivas y posibilidades, de forma que nos petrificamos. Y resulta que ese bache se hace cada vez más grande y nosotros nos vamos haciendo cada vez más pequeños y la inmensidad se convierte en un vacío insalvable, en un vórtice demencial que nos arrastra sin remedio y lo que en principio era un pequeño bache ahora es un oscuro abismo, el abismo más grande jamás conocido. Y se nubla nuestro raciocinio y nos quedamos parados durante un tiempo indefinido, esperando una llamada que nos obligue a actuar, que nos despierte de nuestro letargo.
Entonces llega el momento de buscar excusas para intentar explicar cómo y por qué hemos llegado a esa situación, y tirando del hilo nos damos cuenta de que el origen del problema no radica en terceros, que el mauvais génie, el genio maligno del que hablaran algunos, somos nosotros mismos. Porque nos asustamos ante lo desconocido, ante lo que nos parece una amenaza, ante aquello que escapa de nuestra razón y nuestro conocimiento y sobre todo nos asusta, nos paraliza, nos horroriza aquello que más ansiamos, aquello que coloca nuestros deseos en su punto de ebullición y colisiona ferozmente contra nuestra razón. Es el propio miedo quien nos inmoviliza y nos sume en ese estado de latencia mortecina e inerte. Ese estar muerto de miedo. La misma muerte en vida.
Y nos damos cuenta entonces de lo absurdo de nuestra existencia. Que la razón nos hace infelices pero que paradójicamente el hombre no es un ser racional y que eso a lo que llamamos razón es un mero eufemismo para justificar nuestras incongruentes justificaciones de cosas que en sí no tienen justificación ni explicación, pero lo necesitamos y esa necesidad es casi tan fuerte como llenar nuestros pulmones de oxígeno. Necesitamos creer que el caos no existe porque odiamos sentirnos perdidos. Necesitamos mapas y señales, cinturones de seguridad y biodramina. El orden y la lógica, el propio orden lógico de las cosas es lo que hace que nos sintamos seguros y reconfortados. Pero ignoramos durante demasiado tiempo la belleza de lo caótico, la atracción de lo desconocido y la fuerza de nuestras pulsiones e instintos. Un perro se siente perdido sólo cuando aquél que le ha domesticado (o le ha arrebatado su independencia) lo abandona a su suerte.
En el fondo, reemprendiendo el viaje introspectivo, es como un espectador que observa una película en la cual es él mismo el protagonista pero que apaga la pantalla antes de llegar al final.
Pero hoy mis dedos crujen y mis manos están entumecidas.

When i was a child
I caught a fleeting glimpse
Out of the corner of my eye.
I turned to look but it was gone
I cannot put my finger on it now
The child is grown,
The dream is gone.

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